King Kong y los orígenes del diseño moderno:
Directores: Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack
Productor ejecutivo: David O. Selznick para RKO Pictures
Efectos especiales: Willis H. OBrien
Montaje: Ted Cheesman
Música: Max Steiner
Efectos de sonido: Murray Spivack
Fotografía: Eddie Linden, Vernon Walker y J.O. Taylor
Dirección artística: Carrol Clark y Alfred Herman
Guión de James Creelman y Ruth Rose, según argumento de Merian
C. Cooper y Edgar Wallace
Año de estreno: 1933
Reparto: Fay Wray (Ann Darrow), Bruce Cabot (John Driscoll), Robert Armstrong
(Carl Denham), Frank Reicher (Capitán Englehorn), Sam Hardi (Charles
Weston), Noble Jonson (Jefe nativo), James Flavin (Briggs), Steve Clemento (Jefe
brujo), y Victor Wong (Cocinero).
Nueva York en plena depresión. Una expedición se prepara para
zarpar con la intención de rodar una película a cargo del afamado
director Carl Denham (Robert Armstrong). Aunque nadie conoce su destino, se
sabe que el riesgo de la expedición es muy alto, por lo que no ha sido
posible encontrar una actriz protagonista dispuesta a embarcarse en la aventura.
Denham, ante la urgencia de partir al amanecer, decide buscarla él mismo,
y la encuentra en la calle, robando fruta para sobrevivir. Se trata de Ann Darrow
(Fay Wray), que decide aceptar la invitación de Denham y embarcarse en
la aventura.
Cuando llega el momento, después de varios días de viaje, Denham
revela a la tripulación su destino: Una isla misteriosa que no aparece
en los mapas, rodeada de brumas y que acoge a una civilización primitiva
y el misterio de King Kong, un ser tan terrible que los habitantes de la isla
dedican todos sus esfuerzos al mantenimiento de una empalizada ancestral y gigantesca
que los mantiene a salvo del monstruo. Cuando llegan a las coordenadas indicadas,
todo resulta ser cierto: La isla envuelta en brumas, la tribu aterrorizada tras
la muralla y el monstruo, al que los nativos están ofreciendo una virgen
en sacrificio.
Denham desciende a tierra con Ann Darrow y un grupo de voluntarios para iniciar
la filmación. Le acompañan el contramaestre John Driscoll (Bruce
Cabott) y el capitán Englehorn (Frank Reicher). Son descubiertos inmediatamente
por los nativos que, fascinados por el cabello rubio de Darrow desean intercambiarla
para que sea ella la ofrenda a Kong. La expedición consigue regresar
al barco evitando enfrentarse con la tribu, pero por la noche, Ann Darrow es
secuestrada y conducida al altar de sacrificios como ofrenda a la bestia, que
acude a la llamada del gong y se marcha con la aterrorizada actriz en sus manos.
Sus compañeros de expedición se organizan para atravesar el muro
y rescatarla, para lo que tendrán que entrar en un mundo de pesadilla
para el que no están preparados.
La irrupción de un pequeño grupo de hombres civilizados en aquella
remota jungla va a suponer una conmoción de consecuencias catastróficas.
Tras la empalizada encuentran un mundo poblado por monstruos prehistóricos
que devoran a la mayor parte del equipo y dejan a John Driscoll como único
miembro de la expedición con posibilidades de rescatar a Ann Darrow.
Lo consigue, pero ha enfurecido a la bestia, y King Kong los persigue hasta
la empalizada, derriba la puerta y causa una matanza en el poblado. Sólo
las modernas bombas de gas consiguen reducirlo y Denham, que no está
dispuesto a regresar de vacío, decide que si no tiene la película
que buscaba, regresará a Nueva York con el mismísimo King Kong
en las bodegas del barco.
Una pésima idea. Kong escapa del teatro la misma noche de su presentación
en público, sembrando el caos y la destrucción en el seno de Manhattan.
Busca a su bella, la secuestra de nuevo y se encarama a la cima del punto más
alto de la ciudad, el recién inaugurado Empire State Building, donde
unos aviones acabarán derribándolo, matando a la bestia y acabando
con el sueño de Denham de convertir la naturaleza más salvaje
en un espectáculo teatral.
Como ocurre con todos los clásicos, se ha escrito tanto sobre King Kong,
que es difícil aportar algo que todavía no haya sido dicho. La
película ha sido analizada desde ópticas mitológicas, ya
que el argumento de Merian C.Cooper y Edgar Wallace es básicamente una
reinterpretación del mito de la bella y la bestia. Debido a esta utilización
del mito, no han faltado aproximaciones a su carga de erotismo, más que
contundente en su época y que todavía sorprende hoy en día.
Se ha hablado mucho de la escena del semidesnudo de Fay Wray en la guarida de
la bestia mientras Kong la desnuda con sus enormes manos, que fue censurada
después del estreno e hizo que durante años circulase una versión
mutilada de la película que fue la única que conocieron muchos
espectadores.
Tampoco han faltado interpretaciones que destacan la influencia de la teoría
de la evolución en el guión o el punto de vista rousseauniano
sobre los indígenas que guardan la monumental muralla concebida para
contener al monstruo. Existen otras muchas interpretaciones de carácter
teórico: Freud o Jung son citados en alusión a sus múltiples
referencias oníricas, de las que trataré más adelante.
No faltan quienes han hallado relaciones entre la película y las bellas
artes, como las que la vinculan con los grabados de Doré o que comparan
la montaña en forma de calavera donde habita King Kong con la obra La
isla de los muertos, del pintor suizo Arnold Böcklin. También
con la literatura, por ejemplo, con Los crímenes de la calle Morgue,
de Edgar Allan Poe. Volveré inevitablemente sobre alguna de estas cuestiones
a lo largo de este artículo, pero haré el esfuerzo de vincular
los temas, siempre que sea posible, hacia los aspectos teóricos necesarios
para entender la historia del diseño.
Temas teóricos en relación al contexto histórico de la película:
A pesar de estar sumida en plena depresión económica, en 1933
la ciudad de Nueva York empezaba a ser el centro del mundo industrializado.
Al otro lado del Atlántico, el fascismo estaba en auge, y los Estados
Unidos se hallaban en los peores momentos de la depresión, una crisis
que sólo iban a conseguir dejar atrás mediante un acto de fe sin
precedentes: La que les iba a permitir en menos de una década colocarse
a la cabeza mundial de la industrialización, exorcizando la miseria con
técnica y civilización, dos términos cruciales que dieron
título al clásico de Mumford imprescindibles para entender lo
que ocurría en el mundo en aquellos años. Nueva York era una ciudad
de dos mundos, uno arriba y otro abajo, uno del éxito y otro del fracaso,
uno del sueño americano de las oportunidades aprovechadas y otro que
no conseguía salir de la miseria. Esta situación se mantuvo en
el tiempo, incluso después de dejar atrás la crisis económica.
Por eso, unos años después, en 1936, John Dos Passos advertía
All right then, we are two nations, proclamando que la división
entre ricos y pobres en los Estados Unidos era insalvable.
Fay Wray (King Kong) y Paulette Goddard (Modern Times) roban fruta en plena
depresión.
Sin embargo, la América de aquellos años sabía premiar
a quienes aprovechaban bien las oportunidades que les brindaba. En la película
podemos ver cómo, ante la ausencia de candidatas, Carl Denham se lanza
a la calle en busca de una protagonista para su película. Y la encuentra.
Tras empezar la búsqueda en las colas de la beneficiencia, Denham ve
casualmente como Darrow es sorprendida robando fruta, un recurso para reflejar
la miseria que Chaplin imitaría tres años después para
Paulette Goddard en Modern times (1936). Ante lo desesperado de la situación
y comprobando que Darrow encaja en el perfil que está buscando, decide
sacarla del arrollo y la acompaña a una moderna cafetería de la
ciudad para proponerle la aventura de participar en su próximo trabajo.
Nuestra protagonista pasa de la miseria a tener una oportunidad en la vida.
¿Qué mejor muestra de que un futuro brillante le esperaba a quienes
deseasen aprovechar las oportunidades que le brindase el destino?
A modo de ejemplo de hasta qué punto estos milagros ocurrían,
en 1919 y esta vez en el Nueva York real, un joven capitán de la armada
francesa descendía de un transatlántico recién llegado
de Francia. Su único patrimonio eran su uniforme militar y los cincuenta
dólares que llevaba en el bolsillo. Diez años después y
sólo cuatro antes del estreno de King Kong, tras haber trabajado de limpiaventanas,
escaparatista e ilustrador publicitario ocasional, aquel emigrante francés
recibía su primer encargo como diseñador industrial. Su vida dio
un vuelco. En pocos años consolidaría un imperio multinacional
y una inmensa fortuna. Aprovechó la oportunidad que le brindó
el empresario alemán Sigmund Gestetner. Se llamaba Raymond Loewy.
Volviendo a la ficción, en la cafetería, sentados en la orilla
del arroyo, Ann Darrow explica a Denham que trabajó de extra en los estudios
de Long Island. Los estudios de cine se trasladaron a Hollywood a partir de
1911 . En los años de su invención, Thomas Edison poseía
las patentes de todos los medios técnicos necesarios para hacer cine.
El traslado de los estudios desde Nueva York y Nueva Jersey a California se
produjo fundamentalmente por la necesidad de los productores de poder trabajar
sin el riesgo de ser demandados por la Edisons Motion Picture Patents
Company, que junto a la distribuidora General Film Company, también controlada
por Edison, monopolizaban el mercado de una forma asfixiante. California ofrecía
muchas horas de sol durante todo el año y la suficiente distancia del
Trust de Edison como para poder producir cine independientemente. Las horas
de luz solar fueron fundamentales, pues aunque la luz eléctrica ya existía
en la década de 1910, las lámparas todavía no eran lo suficientemente
potentes como para rodar con las precarias ópticas y emulsiones de la
época. De modo que Nueva York, que poco a poco iba convirtiéndose
en centro cultural del mundo y en la ciudad del negocio del espectáculo
por excelencia, vio como una política de royalties asfixiante y los condicionantes
técnicos del momento se llevaban al Oeste uno de los negocios más
rentables del Siglo.
Trabajé una vez de extra en Long Island
Pero no todos los estadounidenses encontraron su oportunidad de oro para salir
de la miseria. Aquellos que siguieron luchando sin poder alcanzar el éxito
tuvieron que contentarse con ahogar sus penas en las películas. Los años
treinta y cuarenta fueron la era dorada por excelencia del cine fantástico
y de aventuras. En los años treinta se gestaron clásicos como
Drácula o Freaks de Tod Browning (1931 y 1932 respectivamente), The Mummy
de Karl Freund (1932), Frankenstein y The bride of Frankenstein de James Whale
(1931 y 1935 respectivamente), Dr. Jekyll and Mr Hyde, de Robert Mamoulian (1932),
y un largo etcétera. La misma RKO produjo otros clásicos inolvidables
como The most dangerous game de Irving Pichel y Ernest B. Shoedsack (1932) o
Cat people de Jacques Tourneur (1942). Todas estas obras maestras compartían
protagonismo con los cómics de ciencia ficción y aventuras de
personajes como Buck Rogers (1929), Flash Gordon (1934) o Trazan,cuya adaptación
al cómic se hizo en 1929 con guiones del mismo Edgar Rice Burroughs,
los primeros superhéroes, como Superman (1938) o Batman (1939).
Todos estos personajes de papel fueron adaptados a la pantalla en el glorioso
y ya olvidado formato del serial cinematográfico, que pervivió
durante toda la década de los cuarenta. Eran historias simples y maniqueas,
con marcas de género paradigmáticas que luego se han convertido
en iconos de nuestra cultura: Malvados que desean apropiarse del mundo, héroes
con superpoderes, heroínas inocentes en el papel de víctimas,
expediciones a lugares lejanos, mundos todavía por descubrir en lugares
tan remotos que prácticamente no pertenecían a este mundo, civilizaciones
desconocidas o desaparecidas, etc. Todas esas situaciones fantásticas,
los héroes y villanos, los vehículos, las máquinas fascinantes,
los lugares remotos y exóticos, puestos al servicio de un único
fin: Ayudar al ciudadano a evadirse de una realidad demasiado dura como para
convivir con ella todos los días.
La evasión fantástica se ayudaba de un mito casi incontestable
que todos, cineastas, literatos y dibujantes de cómic trataban directa
o indirectamente: La inminente llegada de un maravilloso futuro industrializado
que vendría para acabar con todos los males. Aquella sociedad en la miseria
prefería pensar que el futuro que le brindaba la mecanización
estaba allí para acabar con todo sufrimiento, especialmente con la dependencia
de la naturaleza. En ese contexto, ¿cómo no iba a resultar caótica
la más mínima irrupción de la prehistoria, por casual que
ésta fuera, en el floreciente mundo moderno? La reacción frente
al pasado y la naturaleza era de rechazo absoluto, de olvido para siempre.
Sin embargo, ese espíritu moderno que impulsó la sociedad de los
años treinta, sólo revolucionó las cuestiones industriales
y tecnológicas. Tendrían que pasar cuarenta años más
para que el cambio afectase con igual intensidad a los aspectos sociales y culturales.
Los ciudadanos de la primera era de la máquina seguían siendo
misóginos y reaccionarios. En la película, Fay Wright es blanco
constante de comentarios machistas, hechos con tal naturalidad que tenemos que
pensar que de ese modo los sufrían a diario las mujeres de aquel moderno
mundo industrializado. Recién salida de la miseria, Ann Darrow tiene
que conformarse con vivir como mujer en una sociedad de reglas masculinas. Desde
la disconformidad del propio Denham por la aparición de mujeres en sus
películas hasta el mal agüero que para los marineros supone contar
con su presencia a bordo, todo está en contra de la protagonista ¡Y
sin que King Kong hubiera entrado todavía en acción! El mismo
John Driscoll, su futuro prometido, apenas se disculpa cuando acaba de propinarle
por accidente un sonoro manotazo en la cubierta del barco.
Las mujeres aquí sólo estorban
El progreso avanzaba a pasos agigantados en los aspectos estrictamente tecnológicos,
como la electrificación, el motor de explosión, el esqueleto de
acero, que permitió el desarrollo de los grandes rascacielos, primero
en Chicago y Nueva York, o la aviación, que en poquísimos años
iba a pasar de la exhibición casi ferial a revolucionar por completo
el poderío bélico de las naciones y el mundo de los transportes.
Un claro ejemplo de hasta qué punto los avances técnicos tenían
lugar a un a velocidad de vértigo fue la repentina implantación
del cine sonoro. Los protagonistas de King Kong van a rodar en la ficción
una película muda, a pesar de que el filme se desarrolla en el tiempo
presente y es sonoro. Algo que no tenía por qué sorprender al
público en absoluto, ya que en 1933 todavía convivían los
dos tipos de cine.
The Jazz Singer, de Alan Croslans,
la primera película cuya banda sonora incluía diálogos
sincronizados con los actores, fue estrenada en 1927. La misma productora RKO
fue fundada en 1928 por David Sarnoff, propietario de la RCA y Joseph P. Kennedy,
el padre del futuro presidente John F. Kennedy. Intercambiaron la patente para
un sistema de sonido que poseía el primero con el estudio que poseía
el segundo. Por eso no debe resultarnos extraño ver a Fay Wray empleando
la gesticulación teatral de los actores del cine mudo mientras ensaya
en la cubierta del barco. Para que el lector sea consciente de hasta qué
punto el cine se estaba inventando, King Kong es considerada una de las primeras
películas de la historia del cine con una banda sonora que puede ser
considerada estrictamente como tal, creada por encargo por Max Steiner.
Cine dentro del cine y avances tecnológicos: Fay Wray ensaya para rodar
una película muda dentro de otra película que ya es sonora.
De manera que una expedición partía hacia la aventura mientras
a su alrededor tenía lugar la primera gran crisis económica del
capitalismo y la civilización industrial estaba viendo nacer sus más
deslumbrantes símbolos, como la arquitectura moderna o la aviación.
¿Qué podía ser más amenazador para tan prometedor
panorama que un pedazo de la prehistoria deambulando por el recién estrenado
Manhattan moderno? ¿Qué otros temores anti-industriales aflorarían
en el subconsciente colectivo? El cine sonoro se disponía a brindarnos
un muestrario de estos y otros fantasmas en las producciones de la era dorada
del género de aventuras al servicio de la evasión.
La película en relación a la historia del diseño:
Aunque en 1933 el movimiento moderno en arquitectura ya asombraba al mundo y
había construido algunos de sus más importantes edificios, el
diseño industrial apenas acababa de nacer. Eran pocos los diseñadores
industriales que contaban con tal denominación en sus tarjetas de visita.
Las empresas que los contrataban con el fin de acercar sus productos a los usuarios
los ponían a cargo de sus poco comprometidos departamentos de arte o
de arte y color y los ingenieros los veían con recelo. Se considera que
el ingreso de Peter Behrens en AEG en 1908 lo consagra como el primer diseñador
industrial, un hecho histórico que casi coincide en el tiempo con la
construcción del primer edificio del movimiento moderno, la Faguswerke
de Walter Gropius en 1907. Sin embargo, la contratación de diseñadores
por las empresas no empezaría a generalizarse hasta la siguiente década.
Es más, se considera que el primer encargo en firme de diseño
industrial fue precisamente el de la multicopista que hizo Sigmund Gestetner
a Raymond Loewy en 1929 al que me refería anteriormente. En esa ocasión
ya no se trataba de una empresa experimentando con nuevos perfiles profesionales
en determinados departamentos, sino de un empresario buscando expresamente un
diseñador industrial para hacerle un encargo concreto. En cualquier caso,
y del mismo modo que ocurría con el cine mudo, en el principio de la
década de los treinta, que iba a ser la de la consolidación definitiva
del diseño como profesión, todavía convivían empresas
que contaban con diseñadores industriales para el desarrollo de sus productos
con otras que no querían oír hablar del tema o incluso que ni
se lo planteaban.
Es muy importante tener presente que todos los cambios importantes que han tenido
lugar a lo largo del Siglo XX se han producido de una forma gradual, y que,
lejos de la simplificación a la que tiende a veces la historia, las distintas
décadas en que solemos dividir el pasado siglo son extraordinariamente
complejas y ricas en cuanto a la presencia de objetos industriales se refiere.
Los objetos innovadores no siempre eran utilizados por todo el mundo, sino que
con frecuencia eran disfrutados sólo por la alta sociedad que se los
podía permitir, mientras que los objetos pasados de moda seguían
siendo utilizados por las clases medias y bajas durante años.
Por eso, en el marco del Nueva York en el que floreció el Art Déco,
no es extraño que los escenarios urbanos de la película se sigan
pareciendo a los del pasado preindustrial. Ejemplos de ello son el teatro en
el que se exhibe a King Kong, el hotel en el que se alojan los protagonistas,
el camarote del Capitán Englehorn o la radio neogótica de la comisaría
de policía que transmite la noticia de la fuga del monstruo. Sobre todo,
si se la compara con otros modelos de la época, como la radio Bluebird
que en 1934 diseñó Walter Dorwin Teague para la Compañía
Spartan.
La decoración del camarote del Capitán Englehorn recuerda más
a los estilos inspirados en el Arts and Crafts de los primeros barcos de vapor
que al de un moderno carguero de principios de la década de la aerodinámica.
Por otra parte, el teatro de Broadway donde se exhibe el monstruo, como todos
los de su época, contaba con una decoración neoclásica
al estilo de la arquitectura que había fascinado a los visitantes de
la Exposición Colombina de Chicago de 1893.
Izquierda, radio de inspiración neogótica en la comisaría
de policía de King Kong (1933). Derecha, radio Bluebird para la Spartan
Co., de Walter Dorwin Teague (1934).
Sin embargo, la sociedad de la década de los treinta era unánime
respecto a la percepción de la naturaleza, uno de los temas más
importantes de cuantos trata la película. En una sociedad de fe infinita
en la tecnología y el progreso, con la mirada puesta en el feliz futuro
industrial, la naturaleza, que había venido sometiendo a sus caprichos
y designios al ser humano desde tiempos inmemoriales, debía mantenerse
bajo control estricto y ser mirada en adelante con desconfianza. Una desconfianza
lógica teniendo en cuenta que la humanidad por primera vez en la historia
veía una posibilidad de ser ella quien dominase la situación.
Los dinosaurios, como las civilizaciones primitivas, representaban ese mundo
al que la Modernidad no deseaba volver jamás. El descubrimiento de los
dinosaurios era relativamente reciente. En 1840, Gideon Mantell y su esposa,
Mary Ann Mantell, salieron al campo a buscar fósiles, pero encontraron
unos huesos junto a unos dientes incrustados en una piedra. Se trataba del hallazgo
del primer fósil de dinosaurio, un sorprendente reptil gigante al que
bautizaron como iguanodón, por su semejanza con una iguana. El hallazgo,
apenas una década antes de la publicación de El origen de las
especies de Darwin, causó un impacto enorme en la comunidad científica
británica, y se extendió como la pólvora a los científicos
de todo el mundo. La segunda mitad del Siglo XIX fue la de la caza del
dinosaurio.
Todos los calificativos con los que los paleontólogos se refirieron al
hallazgo estuvieron cargados de prejuicios. Los dinosaurios, lagartos terribles
también llamados monstruos antediluvianos, eran precisamente eso, un
grito desde antes del Diluvio Universal que no sólo ratificaba las ideas
de Darwin, sino que, por primera vez, planteaba la posibilidad de la existencia
de una era antes del tiempo conocido, donde el mundo estaba poblado por animales
anteriores a la existencia del ser humano. En una sociedad que había
surgido del triunfo de la Razón, los monstruos prehistóricos permitían
especular sobre cómo sería un mundo carente de ésta. Naturalmente,
ese mundo sólo podría albergar el caos. Con la naturaleza imponiendo
sus leyes y habitada por criaturas irracionales, la prehistoria no podría
ser otra cosa que el infierno hecho realidad.
Naturalmente, la remota posibilidad de la presencia del hombre en ese contexto
sólo se explicaba si éste era un salvaje carente de razón.
Un salvaje ingenuo, roussoniano y víctima eterna de sus circunstancias,
condenado a vivir con miedo como lo había hecho el hombre desde siempre
hasta la llegada de la industrialización, pendiente de los caprichos
de la naturaleza, vigilando el cielo o esperando las plagas que podrían
destruir su casa, su familia o sus cosechas.
Hombres primitivos enfrentándose a un dinosaurio en el marco prehistórico
del Parque Nacional de Las Cañadas del Teide, en Tenerife en One Million
Years B.C., de Don Chaffey (1966).
Esta idea estuvo tan clara en la mente de todos que durante años las
películas se obsesionaron por mostrar situaciones de convivencia imposible
entre el hombre y los dinosaurios. Aunque la ciencia demostró que esa
convivencia jamás tuvo lugar, resultaba muy atractivo dejar patente el
contraste entre esa sociedad del caos y la lucha por la supervivencia y la calidad
de vida y el glamour que nos brindaba el mundo industrializado. Entre un mundo
primitivo e irracional y otro moderno fruto de los principios científicos
inspirados directamente por la Razón. El mundo moderno era la culminación
de la Utopía de Francis Bacon y aquellas viejas películas, como
One million years B.C. de Don Chaffey (1966) se encargaban, año tras
año, de mostrar la suerte que tenían los hombres y mujeres modernos.
En el contexto de ese infierno anterior a la aparición de la Razón
en la tierra, el mundo no podía ser otra cosa que un caos. Incluso las
representaciones científicas de la prehistoria que se produjeron en los
años siguientes mostraban a los dinosaurios como monstruos que no podrían
comportarse sino como tales, devorándose los unos a los otros, luchando
eternamente por la supervivencia. En ese mundo inhabitable para el hombre donde
imperaba la ley de la selva, dedicaban su tiempo a pelearse los unos con los
otros, actuando como los seres irracionales que eran. Del mismo modo, cuando
los protagonistas de la película traspasan el muro y penetran en la selva,
son atacados por todos los animales que encuantran a su paso: Un stegosauro,
un brontosauro, un tiranosaurus rex, un elasmosauro y, naturalmente, King Kong.
A la civilización moderna le gustaba creer que el mundo sin la presencia
de ser humano, falto de la Razón y de su influencia debía estar
necesariamente abocado al fracaso. Igual que muestra el grabado del Siglo XIX,
los monstruos antediluvianos de King Kong dedican su vida a la supervivencia
en una orgía de lucha constante los unos contra los otros.
Recuerda que puedes encontrar este tema en la Clase 04
Esta percepción de la naturaleza no cambió mientras duró
la Modernidad. Sólo hoy, llegada la postmodernidad, tras el triunfo de
la revolución cultural de los sesenta y la aparición de movimientos
como el feminismo o el ecologismo nos hemos atrevido a desconfiar de la máquina
abiertamente. Por eso somos capaces de representar los dinosaurios de un modo
más amable, como animales que destilan una bondad natural de la que el
ser humano carece. La bondad ingenua de la naturaleza en estado puro ¡Justo
lo contrario de lo que pensábamos hace apenas una generación y
media! Esto nos demuestra que la representación artística se ve
condicionada constantemente por la ideología que la genera, incluso si
lo hace con intenciones supuestamente objetivas, como en el caso de la ilustración
científica.
Dotados de la autoridad que les confería el progreso, los hombres modernos
se veían con licencia para matar la naturaleza. Los gases letales, los
insecticidas, la contaminación de los ríos, los pesticidas, la
bomba atómica, las radiaciones
Cualquier recurso podría
utilizarse en aras del progreso y especialmente en contra de fuerza que tantos
años nos venía oprimiendo.
En cualquier caso, en la película, Carl Denham, ciego por la ambición,
no comprende lo grave de la situación, y cuando se encuentra frente a
frente con Kong, utiliza bombas de gas, un invento revolucionariamente moderno,
para capturarlo y llevarlo a Nueva York para exhibirlo. Un grave error, pues
si terrible es la perspectiva de un grupo de seres humanos del Siglo XX en un
escenario prehistórico, más aun lo es el de una criatura irracional
de esa prehistoria en el mismísimo corazón de la sociedad moderna
industrializada. Lo que quiero destacar es que la catástrofe generada
por la bestia en las calles de la metrópoli se debe más a su condición
de reliquia de un pasado nefasto que se pretendía olvidar que al hecho
de que se tratara de un monstruo irracional dotado de una gran fuerza bruta
y dimensiones colosales.
En resumen, la sociedad de principio de los años treinta, pugnando por
salir de la depresión, necesitaba creer en la condición salvaje
de ese pasado preindustrial para dejarlo atrás definitivamente y reemplazarlo
por el mundo mejor de prosperidad que traería consigo la industrialización.
El sueño de un futuro próspero, la fascinación por el porvenir,
reflejada en tantas películas de la época, como Just
Imagine de David Butler (1930) o Things to Come de William Cameron Menzies
(1936) necesitaba olvidar la pesadilla de los años en que la naturaleza
imponía su ley. La verdadera amenaza de King Kong iba dirigida hacia
el sueño de futuro en el que empezaba a creer unánimemente todo
occidente, un sueño que, aunque corto, pues fue truncado por la Segunda
Guerra Mundial, tuvo una intensidad sin precedentes y sirvió para potenciar
cambios radicales en la arquitectura, los transportes y, por supuesto, para
permitir el nacimiento del diseño industrial moderno.
Aspectos concretos del diseño de la época reflejados en la película:
A pesar de que su importancia en el argumento prácticamente le otorga
un papel de protagonista, la película no nos muestra en ningún
momento el interior del edificio del Empire State Building. El rascacielos es
utilizado como símbolo absoluto del progreso industrial en oposición
a ese mundo prehistórico que la sociedad moderna quería desterrar
del recuerdo definitivamente. Uno de los momentos culminantes de la película,
la ascensión del monstruo hacia la cumbre del edificio más alto
del mundo y a la vez hacia su muerte, muestra el orgullo de la sociedad moderna
hacia los rascacielos.
El Art Noveau se propuso en el Siglo XIX una actitud anti historicista mediante
la adopción de formas naturales que tenían la intención
de sustituir al catálogo clásico de ornamentos. Su fracaso se
debió fundamentalmente a que sus obras, de carácter necesariamente
artesanal, no supieron encajar en la recién nacida sociedad de la era
de la máquina, y a pesar del espíritu socialista de su impulsor
y principal teórico, William Morris, acabó convirtiéndose
en un arte de élite sólo al alcance de la floreciente burguesía
industrial.
A partir de los años veinte del recién estrenado Siglo XX, el
Art Déco triunfó al hacer una revisión desenfadada de las
premisas estéticas del Art Noveau, precisamente porque no se planteaba
en absoluto ser un arte social. Los grandes símbolos de la Modernidad
necesitaban un referente plástico que les confiriese un carácter
suntuoso y elitista. El Déco extrajo sus referencias estéticas
eclécticamente de las más diversas fuentes, desde la civilización
egipcia hasta el constructivismo ruso, pasando por el arte tribal, el surrealismo
o incluso la cultura popular, pues han sido precisamente el cine y las escenografías
del mundo del espectáculo las que nos han brindado los ejercicios Déco
de un eclecticismo ostentoso y simbólico más inolvidable. Pero
esa es una cuestión que pasaré por alto en este artículo,
dado que en King Kong el edificio del Empire State posee un valor simbólico
no por su estética decorativa innovadora, sino por el hecho de ser en
su momento el edificio más alto jamás construido sobre la faz
de la tierra. Un auténtico récord en un momento en que los arquitectos
pugnaban por quién edificaba más arriba.
Estamos construyendo a una altura similar a la de la torre de Babel.
Esta ratificación bíblica la hacía el arquitecto de Chicago
William Le Baron Jenney después de comprobar la eficacia de la nueva
técnica de esqueleto de acero que había permitido que en 1855
el rascacielos Home Insurance alcanzase la cota de cincuenta y cinco metros.
En 1871, la antigua ciudad de Chicago, mayoritariamente construida en madera,
se vio devastada por un incendio que destruyó 17.450 edificios en el
centro. La destrucción propició la oportunidad de crear un nuevo
tipo de ciudad. En las seis semanas que siguieron al incendio se iniciaron las
obras de unas trescientas nuevas edificaciones.
Una nueva generación de arquitectos, entre los que se encontraba el propio
Le Baron, Louis Sullivan, Daniel H. Burnham, William Holabird o Martin Roche
empezaron a construir nuevos edificios, como el Home Insurance, con una revolucionaria
estructura metálica y mampostería ignífuga, innovaciones
a las que había que añadir las presencia de ascensores y de luz
eléctrica.
En 1894, Daniel H. Burnham construía el Edificio Reliance, de sesenta
y un metros. En ese momento, los rascacielos ya se habían convertido
en símbolo de la actividad comercial de la ciudad y en el centro de negocios
por excelencia. Ese estilo del Chicago moderno se trasladó inmediatamente
a Nueva York. En 1902, el mismo Burnham edificó allí uno de los
primeros rascacielos newyorquinos con estructura de acero, el Flatiron Building,
de ochenta y siete metros.
Según Collin Rowe , en Chicago se gestaron dos de los temas constructivos
más importantes de la nueva arquitectura del Siglo XX: La estructura
de entramado y la composición por planos intersecados. Sin embargo, al
contrario de lo que ocurría en Europa con los movimientos que estaban
impulsando los cambios en la arquitectura, la revolución estructural
americana no contó con un soporte teórico. Fue consecuencia de
un planteamiento básicamente mercantil. Según el propio Louis
Sullivan, "La gran actividad constructora de aquel Chicago que levantaba
edificios de sólida mampostería, terminó por llamar la
atención a los delegados comerciales locales de las plantas laminadoras
del Este. A partir de ahí, la evolución del entramado de
acero "fue una cuestión de visión en el arte de vender, con
el soporte de la imaginación ingenieril y de la técnica".
Para Sullivan, la invención del esqueleto de acero por parte de los arquitectos
de Chicago fue tan revolucionaria que los del Este no pudieron hacer nada más
que rendirse estupefactos ante ella. Sin embargo, el alto grado de innovación
que se daba en los aspectos técnicos del edificio no contaba en los años
del cambio de siglo con una correspondencia estética del mismo nivel
que se viera reflejada en su exterior. La fachada del edificio Flatiron, por
ejemplo, se decoró con motivos renacentistas, influenciada por la estética
conservadora pero exitosa de la Exposición Colombina de Chicago de 1893.
Todos, arquitectos y diseñadores industriales, tenían claro que
era preciso innovar estéticamente para dar con el estilo del siglo, pero
tendrían que llegar los años veinte para que el Déco y
el funcionalismo trajeran de Europa unas formas que verdaderamente estuvieran
a la altura de la innovación técnica de los rascacielos. Entre
1928 y 1930 se construyó el edificio Chrisler, diseñado por William
van Allen. Este edificio, el más claro exponente del Art Déco
al otro lado del Atlántico, fue, con sus 319 metros, el edificio más
alto del mundo durante un año. En 1931, el Empire State alcanzaba la
histórica cota de 381 metros. Se construyó en el solar del antiguo
Hotel Waldorf Astoria, en el 350 de la Quinta Avenida, que fue vendido por veinte
millones de dólares a la ciudad de Nueva York por Vincent Astor, hijo
de John Jacob Astor, inventor y escritor de novelas de ciencia ficción
que edificó varios hoteles en Nueva York para engrosar la fortuna de
la familia y falleció en el naufragio del Titanic en 1912. Se trataba
de una cota importante, pues marcaba prácticamente la máxima altura
que se podía alcanzar con la tecnología de la época. Tuvieron
que pasar más de cuarenta años para que se construyera un rascacielos
más alto. Fueron las torres del World Trade Center, que en 1972 se elevaban
a 417 metros del suelo. Por cierto, que las Torres Gemelas sirvieron también
de escenario a una nueva versión de King Kong, la que hizo John Guillermin
en 1976.
Como el edificio Chrisler en su día, las torres gemelas del World Trade
Center también tuvieron un reinado efímero. Fueron superadas en
1974 por la torre Sears de Chicago, que alcanzó los 443 metros. Ambos
edificios suponen el canto del cisne de la hegemonía norteamericana en
la construcción de rascacielos. En realidad, la sociedad occidental de
los primeros años setenta se hallaba muy lejos de las ideas que impulsaron
la hegemonía americana en aquella era dorada de los años treinta.
La fe en el progreso industrial se había desvanecido, y los intereses
cambiaron tras la revolución cultural de los sesenta y sumidos en plena
crisis del petróleo. Occidente hacía una cura de humildad y durante
los ochenta y noventa los grandes rascacielos se construyeron en Oriente, que
afrontaba su expansión económica con el mismo optimismo que reinaba
en occidente cincuenta años antes. La torre del conjunto Reflecting Absence,
de Michael Arad y Peter Walker, ganadora del concurso para sustituir al World
Trade Center, destruido en los atentados del 11 de septiembre de 2001 devolverá,
con sus más de 540 metros, el récord de altura a la ciudad de
Nueva York. Tiene prevista su finalización en 2008. Pero en Asia se barajan
actualmente proyectos de nuevos súper edificios, llamados ciudades verticales,
que hacen muy difícil pensar que el récord se vaya a prolongar
en el tiempo. Actualmente el Obayashi Group japonés está proyectando
construir un gran edificio en la bahía de Tokio, la Millenium Tower,
de cuyo proyecto se ha encargado hasta el momento el estudio del arquitecto
británico Norman Foster.
Estos súper edificios están llamados a hacer realidad uno de los
sueños futuristas de la modernidad: El de Frank Lloyd Wright de construir
un edificio de más de un kilómetro de altura. En 1956, cuando
recibió el encargo de diseñar una gran torre de televisión,
Wright decidió aprovechar el lugar para plantear el que había
de ser el rascacielos Illinois, de 1600 metros de altura. Este edificio de una
Milla incluía innovaciones propias de la década de los cincuenta,
como ascensores movidos por energía atómica.
El Empire State ha crecido variando su altura tres veces desde su concepción.
La idea inicial de sus constructores, el financiero John J. Rascob y el entonces
gobernador del estado de Nueva York, Al Smith, era construir un edificio de
85 plantas rematado por una azotea plana. Con sus 320 metros, el proyecto superaba
por uno a su competidor directo, el edificio Chrisler. Se dice que Rascob, al
ver la maqueta del edificio y conocedor del proyecto de Van Allen, que se remataba
con un vistoso pináculo de acero inoxidable, dijo necesita un sombrero.
Pero quiso ir más lejos: Tuvo la idea de convertir el Empire State en
un aeropuerto para zeppelines en pleno centro de Nueva York. Una vez los arquitectos
Shreve, Lamb y Harmon cubrieron su obra, el edificio contaba con 381 metros
y un lujoso vestíbulo aeroportuario en la planta 86.
Así el 1 de mayo de 1931, día de la inauguración del edificio
más alto del mundo, los ciudadanos de Nueva York pudieron ver por única
vez en la historia cómo un zeppelín se amarraba al mástil
situado en la cumbre. La maniobra fue extraordinariamente peligrosa, dificultada
por los enormes vientos que soplaban a sus casi cuatrocientos metros de altura
entre los cañones artificiales del Manhattan moderno y amenazada por
la afilada aguja del cercano Edificio Chrisler. Además, nadie había
contado con que los zeppelines se lastraban por agua, y utilizar el Empire State
como aeropuerto regular hubiera supuesto la caída al suelo de toneladas
de líquido cada día. Para acabar de complicar las cosas, el acceso
al flamante vestíbulo de la planta 86 debía hacerse mediante equilibrios
por un complejo sistema de escaleras y pasadizos de hierro suspendidos en el
vacío que resultaba imposible a casi todos los pasajeros, especialmente
a los numerosos septuagenarios ricos que se podían permitir los costosos
servicios de las lujosas líneas aéreas para cruzar el Atlántico.
A la izquierda, King Kong se enfrenta a los aviones agarrado del mástil
de atraque para zeppelines con el edificio Chrisler de fondo. A la derecha,
el único atraque de un zeppelín en lo alto del Empire State el
1 de mayo de 1931.
Del fracaso de la idea de John J. Rascob sólo nos quedan unas pocas fotografías,
una película documental que muestra las dificultades durante la maniobra
de atraque y la imagen del gorila gigante cogido del mástil en la espectacular
escena final de la película. Irónicamente, ese mástil de
atraque resultó mucho más útil a King Kong que a los monstruos
voladores cuyo impero celeste estaba a punto de terminar, de manera que ha pasado
a la historia más como el asidero en que el protagonista de la película
daba sus últimos alaridos que como el amarre aeronáutico revolucionario
que nunca fue. Por cierto, que el día de su inauguración, el Empire
State fue declarado la octava maravilla del mundo, el mismo título
que otorga Denham a King Kong en la película al presentarlo en sociedad
en un teatro de Broadway.
Muerto King Kong, la cumbre del edificio más alto del mundo quedó
sin ninguna utilidad hasta 1951, en que se instaló en ella una enorme
antena de comunicaciones que hizo crecer el edificio por tercera y última
vez hasta los 448 metros.
El puerto para zeppelines del Empire State no fue la única idea descabellada
para dotar a la ciudad de un aeropuerto singular. En 1932, un año después
de su inauguración, el visionario diseñador industrial y profeta
del futuro aerodinámico Norman Bel Geddes propuso en su obra Horizons
la construcción de un aeropuerto flotante sobre el río Hudson
que debía poder girar para orientarse hacia los aviones según
la dirección del viento. El meteórico progreso de la tecnología
aeronáutica, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial,
impuso definitivamente los aeropuertos en tierra para aviones monoplanos como
única alternativa posible, y las especulaciones sobre futuros aeropuertos
desaparecieron.
Para entender estos despropósitos, que demuestran el alto desconocimiento
de la aviación que se daba en el primer cuarto de siglo, valga la secuencia
de King Kong en que, en plena desesperación ante el hecho de que el gorila
gigante se haya encaramado al edificio más alto del mundo llevando consigo
a la protagonista, John Driscoll exclama ¡Aviones! La idea es acogida
de buen grado por todos, incluida la policía, y la aplauden por brillante,
pero ¿cómo es posible que no se le hubiera ocurrido a nadie antes,
ni a las fuerzas del orden? Es posible que la situación resulte risible
hoy, cuando precisamente se cumple el centenario del vuelo de los Hermanos Wright,
pero en 1933 la aviación apenas había despegado y era una gran
desconocida por todos.
Siguiendo con la tradición del cine mudo, en los principios del sonoro
se utilizaban cartelas filmadas para los créditos iniciales y finales
de las películas. Aquellas modernas producciones de aventuras necesitaban
diferenciarse también en los aspectos gráficos de sus predecesoras,
que normalmente utilizaban tipografías con remate y estaban adornadas
con cenefas inspiradas en los ornamentos vegetales de la tradición clásica.
Los títulos de crédito han ido evolucionando a lo largo de la
historia del cine, especialmente a medida que se han indo integrando en la narración
cinematográfica mediante la incorporación de nuevas técnicas.
Primero fueron efectos fotográficos que permitían la congelación
de fotogramas, que podían utilizarse como fondo, y con el paso del tiempo,
fueron sofisticándose con efectos de truca y animaciones hasta llegar,
en ocasiones, a convertirse en una de las secuencias más impactantes
de la película.
Los créditos iniciales de King Kong muestran los esfuerzos que los diseñadores
gráficos venían haciendo desde los años veinte por revolucionar
la tipografía. Deseaban ponerla a la altura de los logros que se estaban
alcanzando en otros ámbitos como el diseño industrial y la arquitectura
en la búsqueda de un estilo para el nuevo siglo. Entre las consecuencias
más destacables de esos esfuerzos figura la aparición de tipografías
sin remate, como la Futura, de Paul Renner (1927-30), o los tipos en relieve
herederos del diseño gráfico soviético de los años
veinte, sin duda el más influyente del momento en la medida en que fueron
los diseñadores rusos los que hicieron propuestas más innovadoras.
Los diseñadores soviéticos, entre los que destacaron El Lissitzsky
y Alexander Rodchenko revolucionaron de tal manera el diseño gráfico
que prácticamente marcaron un abismo entre las primeras aproximaciones
cartelistas y lo que iba a suceder en adelante. El cambio consistió en
una utilización novedosa y protagonista de la tipografía y en
la imposición del collage como recurso fundamental. Su éxitos
se extendieron como la pólvora y todavía hoy sus hallazgos estéticos
resultan innovadores. Esa nueva forma de entender el diseño gráfico
conquistó Europa en los años veinte, especialmente a través
de su presencia en la Bauhaus, que tras el congreso constructivista y dadaísta
de 1922 y la sutitución del excéntrico profesor Itten por el húngaro
László Moholy-Nagy iniciaba un cambio de rumbo que la convertiría
en referente de la vanguardia mundial.
Unos nuevos aires en la Bauhaus de los que sus jóvenes maestros se convertirían
rápidamente en portavoces. Herbert Bayer adaptó rápidamente
las innovaciones formales soviéticas y las aplicó en el taller
de tipografía y diseño publicitario que dirigía y que publicaba
la revista de la escuela. Bayer llevó a cabo una auténtica cruzada
contra la letra gótica, una institución en Alemania que se empleaba
en la práctica totalidad de los documentos oficiales. También
emprendió una campaña antiornamentística y contra las mayúsculas,
que la ortografía alemana exige para la inicial de todos los sustantivos.
A los descubrimientos formales del diseño de la época se le sumaron
inmediatamente los hallazgos de la nueva fotografía. Los fotógrafos
de los años veinte descubrieron en fotogramas, vortografías y
un largo etcétera de técnicas experimentales que las nuevas tecnologías
de la imagen sabían jugar bien al juego propuesto por las vanguardias
artísticas, y así contribuyeron a la búsqueda de una estética
nueva para la moderna era industrial. También se esforzaron en hallar
nuevos puntos de vista. Los fotógrafos modernos utilizaron encuadres
de una osadía nunca vista y coquetearon con la interdisciplinariedad.
Tanto Lissitsky como Rodchenko, por ejemplo trabajaron como fotógrafos
profesionales. Ambos se hallaban fascinados por la gran innovación formal
que suponían los atrevidos encuadres de la llamada nueva perespectiva,
como las fotografías que el arquitecto Erich Mendelsohn tomó de
los rascacielos de Nueva York.
Créditos iniciales de "Just Imagine", de David Butler (1930) y de "Things to Come", de William Cameron Menzies (1936)
Haz click aquí para ver más imágenes de Just Imagine
Compara estos diseños aerodinámicos
El cine moderno supo aprovechar estos hallazgos visuales como supo aprovechar
los recursos del nuevo diseño gráfico. Con frecuencia se experimentaba
con tipografías de palo seco en relieve, con fotomontajes o se inventaban
fondos abstractos a base de caleidoscopios o exposiciones múltiples.
Realmente, los diseñadores de aquellas cartelas estaban aplicando invenciones
formales que no sólo provenían del diseño gráfico
soviético, sino de la pintura y de la fotografía de vanguardia,
cuya influencia con éste era recíproca.
Los títulos de crédito de algunas de las películas del
momento reflejan perfectamente todas esas innovaciones. Sus propuestas coqueteaban
con movimientos de vanguardia como el constructivismo, el cubismo o el futurismo,
y la mezcla de fondos fijos o en movimiento con fuentes de palo seco a menudo
en relieve alineaba a sus creadores con quienes consideraban que las letras
romanas, caligráficas o góticas eran símbolos de ese pasado
que se quería olvidar, casi tan lejanas de los hombres modernos como
los dinosaurios.
Inmediatamente, y del mismo modo en que lo experimental se asociaba a lo moderno,
las fuentes más clásicas se utilizaron para presentar géneros
históricos o melodramas. Esto puede apreciarse en los créditos
iniciales de King Kong. La mayor parte están escritos con letras en relieve
sobre un fondo abstracto que recuerda a los experimentos formales que se estaban
dando en la fotografía y en la pintura. Sin embargo, la cartela final
de King Kong, que hace referencia al mito de la bella y la bestia, no se atreve
a cambiar y utiliza la letra gótica. Se estableció una especie
de código tipográfico que consistía en utilizar unas fuentes
cuando se quería dar una imagen de producto moderno y otras cuando el
producto se refería a épocas del pasado. Unos años antes,
en 1926, Fritz Lang utilizaba un caleidoscopio fascinante para dar exactamente
esa imagen futurista de vanguardia en su secuencia inicial de Metrópolis.
La innovación formal de los créditos termina cuando se utiliza
la letra gótica para introducir el mito de la bella y la bestia.
Estos títulos de crédito modernos se iban a convertir en el modo
habitual de presentar las películas fantásticas y de aventuras
de la era dorada del género que acababa de empezar. Junto con los seriales
de los años cuarenta, éstas empezaban con magníficas cartelas
que estaban a la altura del diseño gráfico más vanguardista
de la época. Con ello contribuían a la búsqueda del estilo
del siglo en la que todos los diseñadores estaban implicados por aquellos
años. La RKO y la 20th Century Fox fueron más allá e incorporaron
en su propia imagen de marca iconos claramente vanguardistas por su espíritu
futurista. El logotipo de la RKO, con una antena a caballo entre la Torre Eiffel
y el Monumento a la Tercera Internacional de Tatlin emitiendo ondas de radio
en la cima del mundo convertía la radio, uno de los inventos más
revolucionarios de su época, en icono del Siglo, y la Fox iba más
allá al convertir el propio Siglo XX en marca y utilizar una tipografía
extrusionada de claras influencias constructivistas en una de las marcas más
longevas de todos los tiempos. También la Universal fabricó un
icono de carácter inequívocamente moderno al encabezar sus películas
con un avión dando la vuelta al mundo.
Dos iconos del Siglo XX que continúan siendo modernos en el Siglo XXI.
Otras cuestiones imprescindibles sobre King Kong:
Willis H. OBrien utilizó técnicas en el
rodaje de King Kong que prácticamente impusieron el modo de hacer en
cine fantástico hasta muchos años después, cuando fueron
sustituidas por nuevas tecnologías electrónicas en los años
setenta. OBrien perfeccionó una técnica que ya había
empleado en The Lost World,
de Harry O. Hoyt (1925): El rodaje fotograma a fotograma. Ésta, que fue
perfeccionada en los años siguientes por un discípulo suyo, el
gran Ray Harryhausen, se empleó con muñecos en miniatura y se
combinaba con la retroproyección de un modo que nunca se había
empleado con anterioridad. Esta técnica se utilizaba junto con otras
que ya eran empleadas habitualmente en los años del cine mudo, como los
mate paintings, fondos pintados que se combinaban con la imagen real mediante
cristales colocados delante de cámara o telones detrás del decorado.
Pero lo más relevante de la aplicación de todas estas nuevas técnicas
en King Kong es que acostumbró a los espectadores de todo el mundo a
una nueva forma de ver el cine. Es un ejemplo que se ha citado una y otra vez,
pero quiero destacta la imagen de la Isla desde el barco, con unos pájaros
de dibujos animados sobreimpresionados en el mate painting del paisaje. Un magnífico
collage con un resultado sorprendente. Junto al resto del trabajo de Willis
H. OBrien, marcó un estándar de calidad que sirvió
durante años para juzgar el cine de su género.
El colosal muro construido por los indígenas, la selva de la isla poblada de monstruos, el excelente decorado de Carroll Clark y Al Herman o el contraste de la imagen de un monstruo extraído de la prehistoria caminando por la metrópolis símbolo de la Modernidad contribuyen a que la película esté llena de imágenes surrealistas o de una fuerza visual impresionante. Entre ellas, la inolvidable secuencia de la habitación del hotel, con la enorme cara de king kong asomada a la ventana o la mano gigantesca arrastrando la cama desde la ventana opuesta.
Por cierto, que el decorado del muro sirvió para otra escena inolvidable de la historia del cine. Unos años más tarde, se le prendió fuego para provocar las llamas del incendio de Atlanta en Gone with the wind, de Victor Fleming (1939).
La primera banda sonora original:
El trabajo de Max Steiner en King Kong se considera una de las
primeras bandas sonoras compuestas originalmente (en sentido estricto) de la
historia del cine, por lo que la película se convirtió, también
en los aspectos sonoros, en un referente para las que vendrían a continuación.
Algunos momentos son absolutamente memorables, como la llegada a la isla, la
danza de sacrificio de los indígenas o el cortísimo tema que acompaña
a la parte final de la huida de Fay Wray y Bruce Cabot a través de la
selva.
Max Steiner (1888-1971) fue un vienés heredero de la generación
de Adolf Loos y Ludwig Wittgenstein que al parecer recibió clases del
mismísimo Gustav Mahler. También emigró en busca de oportunidades
a los Estados Unidos a causa de la Primera Guerra Mundial. Empezó a trabajar
en Hollywood en 1929, a los pocos meses de la fundación de la RKO.
Escucha todas las bandas sonoras de Max Steiner
Tal vez por ser una de las primeras en su género, probablemente la primera sonora, o por la gran cantidad de elementos innovadores, al menos en la gran pantalla, la lista de elementos emblemáticos del cine de aventuras que aparecen en King Kong y que luego han sido imitados una y otra vez es enorme. Entre ellos, El Gong para invocar a la bestia, el altar de sacrificios iluminado por antorchas, las danzas de los nativos, la isla apareciendo entre tinieblas o las impresionantes peleas de dinosaurios.
Tras el éxito de King Kong, la RKO rodó El hijo de King Kong, a cargo de Ernest B. Shoedsack. El reciclado de prácticamente todos los elementos artísticos permitió que pudiera estrenarse en 1933, poco después de la primera parte, cuya producción llevó todo un año, desde agosto de 1932 hasta marzo de 1933. En 1949 Schoedsack rodó Mighty Joe Young, una nueva versión con los elementos del éxito inicial que contó de nuevo con Robert Armstrong en un papel protagonista y con los efectos especiales de Willis H. OBrien, esta vez con un alumno aventajado: Ray Harryhausen. Dino de Laurentiis aprovechó el tirón del cine de catástrofes para rodar un remake de King Kong en 1976, del que, lejos de la fuerza visual del la primera versión, lo más destacable fue la presencia de una acriz debutante de talento y con una gran carga erótica, Jessica Lange, y, desde el punto de vista técnico, la construcción de un impresionante monstruo robótico por parte de Carlo Rambaldi. En 1986 contó también con una secuela, King Kong II, bajo la dirección del mismo John Guillermin.
King Kong Escapes. Hinoshiro Honda. 1968
Las referencias más o menos directas a la película son múltiples.
Por citar algunas, nombraré el cine japonés de monstruos de los
sesenta, con algunos títulos específicamente dedicados al personaje,
como King Kong vs. Godzilla (1962) y King Kong Escapes (1968) de Hinoshiro Honda.
También el homenaje que hizo Steven Spielberg en la segunda parte de
Jurassic Park con un tiranosaurus rex deambulando por las calles de Los Angeles.
Disney produjo un remake de Mighty Joe Young en 1998, dirigido por Ron Undedrwood.
Peter Jackson, el oscarizado director de la trilogía The Lord of the
Rings, que siempre se ha declarado un ferviente admirador de King Kong trabaja
actualmente en una
nueva versión del clásico.
En 1932 se rodó The most Dangerous Game, de Ernest B. Shoedsack e Irving Pichel, producida por Merian C. Cooper. Muchos elementos convierten a esta película en una especie de ensayo artístico de King Kong. Coinciden Shoedsack y Cooper en dirección y producción respectivamente. Coinciden Fay Wray y Robert Armstrong en papeles protagonistas, y Noble Jonson y Steve Clemento en papeles secundarios, aunque en aquella ocasión la pareja de Wray era el galán Joel McCrea. Incluso coincide Max Steiner como autor de la banda sonora. Además, los malos resultados de la RKO en 1932 obligaron a rodar King Kong con un presupuesto muy ajustado, y en ella se aprovecharon muchos decorados de The most Dangerous Game, como la selva, el pantano y el famoso barranco atravesado por un tronco gigante. A pesar de que su estreno se produjo en los peores años de la Depresión, King Kong recaudó 1.761.000 dólares y, junto con Little Women, el otro gran éxito de 1993, ayudaron a la RKO a superar los malos resultados del año anterior.
En 1934, la censura cortó algunas partes que tardaron años en ser incorporadas de nuevo a la película. Durante unas cuatro décadas, los espectadores conocieron una versión mutilada del clásico. Incluso algunas copias que todavía se emiten hoy por televisión carecen de algunas escenas particularmente violentas, como las que muestran a Kong masticando o pisoteando a sus víctimas o arrojando a una mujer desde el Empire State tras comprobar que no se trataba de Ann Darrow. Otra escena suprimida por la censura fue la del semidesnudo de Fay Wray en la guarida de la Montaña Calavera. Además, el propio Merian C. Cooper eliminó una secuencia entera del montaje por considerar que cortaba el ritmo de la narración, concretamente la que mostraba una araña gigante devorando a los marineros que habían caído al fondo del barranco. Esta secuencia es prácticamente un mito entre los admiradores del film, pues jamás se ha vuelto a ver desde 1933 y sólo la conocemos a través de un par de bocetos correspondientes al diseño de producción.
Ve
imágenes de las escenas censuradas
Fue el verdadero padre de la criatura. Participó en el
guión, en la dirección y en la producción. Cooper y Shoedsack
fueron anteriormente aventureros y documentalistas. En ese sentido, el personaje
de Carl Denham, productor de documentales de naturaleza en África, es
en cierto modo autobiográfico. Después de King Kong Cooper emprendió
una fructífera carrera como productor, pues David OSelznick dejó
la RKO para formar parte de la Metro Goldwin Mayer en febrero, un mes antes
del fin de la producción de nuestra película. Cooper, que ostentaba
el cargo de ayudante de Selznick hasta entonces, lo reemplazó en el cargo.
Por cierto: Los ocupantes del avión que derriba a King Kong son ni más
ni menos que Shoedsack y Cooper.
Shoedsack (piloto, izquierda) y Cooper (artillero,derecha) del avión
que derriba a la bestia.
Fue una actriz prolífica. Trabajó en clásicos
del cine mudo como The wedding march, de Eric Von Stroheim (1928) o Thunderbolt,
de Joseph Von Sternberg (1929) y también cosechó éxitos
con la llegada del sonoro. Pero su papel en King Kong ha eclipsado las casi
cien películas en las que intervino. Fue el paradigma de la heroína
inocente acosada por el villano, y su particular forma de gritar la hacía
perfecta para muchos de los papeles estelares en las películas de aventuras
de aquellos años.
Fay Wray falleció el 8 de agosto de 2004. Precisamente mientras me encontraba
escribiendo este artículo, que quisiera dedicarle modestamente. Las luces
del Empire State Building se apagaron durante quince minutos en su honor la
noche del 9 de agosto.
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